En una Bogotá que todavía olía a sotana y se estremecía con cada tango que sonaba demasiado alto en la vitrola, surgió un joven del barrio Ricaurte que decidió desafiar las reglas del folclor y ponerle acento bogotano al porro, la cumbia y el merengue. Julio Torres, cachaco de pura cepa, hijo de un pianista empolvado y una abuela que confundía los golpes con la lluvia, se convirtió -sin pedir permiso, sin planearlo y sin tomarse una selfie en la playa- en el improbable rey del vallenato urbano.
Un fenómeno tan insólito como un costeño vendiendo ruanas en Monserrate. Julio no nació en la costa, nunca vivió en las fiestas de corraleja y su primer encuentro con el mar fue también el último. Pero su música se vendía como pan caliente, desde los sótanos de la Avenida Jiménez hasta las emisoras de México. Autodidacta, aprendió guitarra por correspondencia, trabajaba en una droguería y componía éxitos entre aguaceros y cigarrillos Pielroja.
Mientras los cachacos apenas empezaban a aflojar la corbata para bailar, Julio ya había puesto a medio país a corear "Los camarones", inspirado en una conversación robada en un bus. Como buen bogotano, nunca fue ni completamente costeño ni del todo aceptado. Su música era "demasiado alegre" para el círculo literario, "demasiado sabrosa" para la Bogotá decente y "demasiado cachaca" para los puristas del folclor.
Sin embargo, con su voz y su grupo -Los Alegres Vallenatos- rompió las fronteras mentales entre montañas, climas y prejuicios. Murió joven, como suelen morir los mitos, en un mar que apenas comenzaba a conocer, sin ver el impacto de su breve, pero brillante carrera. Para algunos, una tragedia. Para otros, una conspiración. Para la historia, un pie de página olvidado. Hoy, al recordar su legado, queda una pregunta abierta: ¿qué le costó más tragar a Bogotá? ¿Que un cachaco escribiera vallenatos inmortales o que muriera en la playa, como si fuera un cruel chiste costeño? Este es el retrato de Julio Torres, el vallenatero de ruana, el rey sin mar, el cachaco que hizo bailar a una ciudad que todavía aprendía a moverse. En el libro se presenta una encuesta, una serie de tipologías y reflexiones finales.
En una Bogotá que todavía olía a sotana y se estremecía con cada tango que sonaba demasiado alto en la vitrola, surgió un joven del barrio Ricaurte que decidió desafiar las reglas del folclor y ponerle acento bogotano al porro, la cumbia y el merengue. Julio Torres, cachaco de pura cepa, hijo de un pianista empolvado y una abuela que confundía los golpes con la lluvia, se convirtió -sin pedir permiso, sin planearlo y sin tomarse una selfie en la playa- en el improbable rey del vallenato urbano.
Un fenómeno tan insólito como un costeño vendiendo ruanas en Monserrate. Julio no nació en la costa, nunca vivió en las fiestas de corraleja y su primer encuentro con el mar fue también el último. Pero su música se vendía como pan caliente, desde los sótanos de la Avenida Jiménez hasta las emisoras de México. Autodidacta, aprendió guitarra por correspondencia, trabajaba en una droguería y componía éxitos entre aguaceros y cigarrillos Pielroja.
Mientras los cachacos apenas empezaban a aflojar la corbata para bailar, Julio ya había puesto a medio país a corear "Los camarones", inspirado en una conversación robada en un bus. Como buen bogotano, nunca fue ni completamente costeño ni del todo aceptado. Su música era "demasiado alegre" para el círculo literario, "demasiado sabrosa" para la Bogotá decente y "demasiado cachaca" para los puristas del folclor.
Sin embargo, con su voz y su grupo -Los Alegres Vallenatos- rompió las fronteras mentales entre montañas, climas y prejuicios. Murió joven, como suelen morir los mitos, en un mar que apenas comenzaba a conocer, sin ver el impacto de su breve, pero brillante carrera. Para algunos, una tragedia. Para otros, una conspiración. Para la historia, un pie de página olvidado. Hoy, al recordar su legado, queda una pregunta abierta: ¿qué le costó más tragar a Bogotá? ¿Que un cachaco escribiera vallenatos inmortales o que muriera en la playa, como si fuera un cruel chiste costeño? Este es el retrato de Julio Torres, el vallenatero de ruana, el rey sin mar, el cachaco que hizo bailar a una ciudad que todavía aprendía a moverse. En el libro se presenta una encuesta, una serie de tipologías y reflexiones finales.