En la Bogotá que se construyó entre ruinas, caos y sobrevivencia, hay nombres que resisten el paso del tiempo no por haber sido los primeros, sino por haber dejado huella en los lugares más insospechados del cuerpo social. El Negro Palindo es uno de ellos. No fue el pionero de los sobanderos -ese título lo reclaman con justicia personajes como El Tigre y su padre, don José Murillo, verdaderos decanos del masaje popular frente a Medicina Legal-, pero en el imaginario capitalino, Palindo se volvió marca registrada, mito de acera, referencia obligada cuando el cuerpo duele y la EPS no contesta.
Su nombre, enmarcado en la fachada de un local sobre la Avenida Caracas, quedó instalado en la memoria como esos remedios caseros que nadie cuestiona. Palindo no curó el dolor de una ciudad herida, pero supo sobarlo lo suficiente para que no estallara. Desde su camilla arrinconada entre pomadas de ingredientes secretos, frascos reciclados y velas encendidas, construyó un consultorio que no necesita licencia sanitaria, porque opera con algo más poderoso: la fe popular y el rebusque sin anestesia.
No fue el primero. No estudió en la universidad. Ni siquiera inventó nada nuevo. Pero, en una ciudad donde la salud se volvió privilegio y la medicina formal muchas veces se siente lejana, inalcanzable o desalmada, Palindo ofreció cercanía, relato, contacto y el alivio de saberse tocado por manos que no juzgan, solo aprietan donde duele. Sus técnicas heredadas -entre sobadas, rezos, lámparas infrarrojas y manteca de orígenes inciertos- no pasaron por el filtro académico, pero sí por la confianza de cientos de pacientes que, cojeando, salieron convencidos de haber sido curados "como antes".
En estas páginas no se trata de validar ni glorificar la medicina sin título, pero tampoco de seguir ignorando su lugar real en la ciudad. Los sobanderos tradicionales son mucho más que una anécdota costumbrista: son el síntoma de un sistema de salud que no alcanza, y también el testimonio de una sabiduría que se transmite de cuerpo en cuerpo, sin necesidad de papeles. En el caso del Negro Palindo, esa historia se volvió linaje.
Tras su derrame cerebral, sus hijos tomaron la batuta con resignación y orgullo, heredando no solo el oficio, sino también el peso de una tradición que aún incomoda al poder, pero sigue viva en las esquinas. Este texto es un intento de rescatar su figura del olvido institucional y situarla en donde realmente ha estado siempre: en el margen, en el barrio, en la camilla de la resistencia popular. Porque, aunque Palindo no fue el primero, sí fue el que no se dejó olvidar.
En el libro se presenta una encuesta una serie de tipologías y reflexiones finales.
En la Bogotá que se construyó entre ruinas, caos y sobrevivencia, hay nombres que resisten el paso del tiempo no por haber sido los primeros, sino por haber dejado huella en los lugares más insospechados del cuerpo social. El Negro Palindo es uno de ellos. No fue el pionero de los sobanderos -ese título lo reclaman con justicia personajes como El Tigre y su padre, don José Murillo, verdaderos decanos del masaje popular frente a Medicina Legal-, pero en el imaginario capitalino, Palindo se volvió marca registrada, mito de acera, referencia obligada cuando el cuerpo duele y la EPS no contesta.
Su nombre, enmarcado en la fachada de un local sobre la Avenida Caracas, quedó instalado en la memoria como esos remedios caseros que nadie cuestiona. Palindo no curó el dolor de una ciudad herida, pero supo sobarlo lo suficiente para que no estallara. Desde su camilla arrinconada entre pomadas de ingredientes secretos, frascos reciclados y velas encendidas, construyó un consultorio que no necesita licencia sanitaria, porque opera con algo más poderoso: la fe popular y el rebusque sin anestesia.
No fue el primero. No estudió en la universidad. Ni siquiera inventó nada nuevo. Pero, en una ciudad donde la salud se volvió privilegio y la medicina formal muchas veces se siente lejana, inalcanzable o desalmada, Palindo ofreció cercanía, relato, contacto y el alivio de saberse tocado por manos que no juzgan, solo aprietan donde duele. Sus técnicas heredadas -entre sobadas, rezos, lámparas infrarrojas y manteca de orígenes inciertos- no pasaron por el filtro académico, pero sí por la confianza de cientos de pacientes que, cojeando, salieron convencidos de haber sido curados "como antes".
En estas páginas no se trata de validar ni glorificar la medicina sin título, pero tampoco de seguir ignorando su lugar real en la ciudad. Los sobanderos tradicionales son mucho más que una anécdota costumbrista: son el síntoma de un sistema de salud que no alcanza, y también el testimonio de una sabiduría que se transmite de cuerpo en cuerpo, sin necesidad de papeles. En el caso del Negro Palindo, esa historia se volvió linaje.
Tras su derrame cerebral, sus hijos tomaron la batuta con resignación y orgullo, heredando no solo el oficio, sino también el peso de una tradición que aún incomoda al poder, pero sigue viva en las esquinas. Este texto es un intento de rescatar su figura del olvido institucional y situarla en donde realmente ha estado siempre: en el margen, en el barrio, en la camilla de la resistencia popular. Porque, aunque Palindo no fue el primero, sí fue el que no se dejó olvidar.
En el libro se presenta una encuesta una serie de tipologías y reflexiones finales.