El sistema carcelario se presenta como un mecanismo de orden, disciplina y justicia, pero tras los muros se oculta un teatro del absurdo. Entre protocolos estrictos, uniformes impecables y reglamentos que deberían garantizar la equidad, la corrupción se desplaza con naturalidad, como un invitado permanente que nadie se atreve a cuestionar. La obediencia ciega se premia con complicidad silenciosa, mientras que la transparencia y la ética se disuelven en documentos que desaparecen como por arte de magia. Cada pasillo y oficina encierra su propia ironía: funcionarios que deberían custodiar la ley la eluden con destreza, decisiones que prometen justicia reproducen injusticia, y normas que parecen rigurosas se convierten en instrumentos de manipulación y control.
La impunidad no solo circula libremente entre los barrotes, sino que se disfraza de rutina, se respira en la vida diaria y se normaliza hasta parecer parte del sistema. Los actores de este drama-desde directores hasta custodios-aprenden a convivir con el absurdo: los procedimientos se vuelven rituales, la disciplina espectáculo, y la eficiencia se confunde con negligencia mientras la justicia se transforma en privilegio.
Nada parece fuera de lugar, salvo la conciencia de quienes observan cómo la autoridad se convierte en autogobierno y cómo la ley sirve más a perpetuar el poder interno que al bienestar social. Cada celda, despacho e informe reflejan cómo el control y la corrupción se entrelazan sin fricción, y cómo la justicia muchas veces se adapta a los intereses de quienes la administran. Más que una denuncia, esta reflexión es un recorrido mordaz por un sistema donde la apariencia de orden convive con la anarquía ética, y donde el teatro de la rutina diaria revela la comicidad trágica de la autoridad sin límites. En el libro se presenta una encuesta, una serie de tipologías y reflexiones finales.
El sistema carcelario se presenta como un mecanismo de orden, disciplina y justicia, pero tras los muros se oculta un teatro del absurdo. Entre protocolos estrictos, uniformes impecables y reglamentos que deberían garantizar la equidad, la corrupción se desplaza con naturalidad, como un invitado permanente que nadie se atreve a cuestionar. La obediencia ciega se premia con complicidad silenciosa, mientras que la transparencia y la ética se disuelven en documentos que desaparecen como por arte de magia. Cada pasillo y oficina encierra su propia ironía: funcionarios que deberían custodiar la ley la eluden con destreza, decisiones que prometen justicia reproducen injusticia, y normas que parecen rigurosas se convierten en instrumentos de manipulación y control.
La impunidad no solo circula libremente entre los barrotes, sino que se disfraza de rutina, se respira en la vida diaria y se normaliza hasta parecer parte del sistema. Los actores de este drama-desde directores hasta custodios-aprenden a convivir con el absurdo: los procedimientos se vuelven rituales, la disciplina espectáculo, y la eficiencia se confunde con negligencia mientras la justicia se transforma en privilegio.
Nada parece fuera de lugar, salvo la conciencia de quienes observan cómo la autoridad se convierte en autogobierno y cómo la ley sirve más a perpetuar el poder interno que al bienestar social. Cada celda, despacho e informe reflejan cómo el control y la corrupción se entrelazan sin fricción, y cómo la justicia muchas veces se adapta a los intereses de quienes la administran. Más que una denuncia, esta reflexión es un recorrido mordaz por un sistema donde la apariencia de orden convive con la anarquía ética, y donde el teatro de la rutina diaria revela la comicidad trágica de la autoridad sin límites. En el libro se presenta una encuesta, una serie de tipologías y reflexiones finales.