Hay enfermedades silenciosas que afectan el alma de las ciudades. Algunas destruyen lentamente, con el paso de los años, otras llegan disfrazadas de progreso, cultura y prestigio. A La Candelaria le cayó una de estas últimas: la salmonitis, un virus arquitectónico disfrazado de "obra maestra" que, con toda la bendición del discurso oficial, arrasó con un pedazo del corazón colonial de Bogotá. Porque no, no estamos hablando de un proyecto cualquiera.
Estamos hablando de una mole de ladrillo, cemento y pretensiones, construida en pleno centro histórico, que llegó con aires de mesías cultural y terminó por imponer su ley de hierro -o de concreto, mejor dicho- sobre la memoria arquitectónica de la ciudad. Una construcción que, aunque lleva el nombre del Nobel Gabriel García Márquez, encarna todo lo contrario a lo que él defendía: la riqueza del detalle, la vida cotidiana, el espíritu popular, lo mágico de lo real y no lo institucionalmente decorativo.
El Centro Cultural Gabriel García Márquez es, en teoría, un espacio para la cultura. En la práctica, es un símbolo del despojo patrimonial disfrazado de posmodernidad. Sí, es cierto: parte del terreno era un parqueadero. Pero incluso los parqueaderos en La Candelaria tienen más historia que muchos de nuestros discursos oficiales. Y lo que había al lado -casas coloniales de valor histórico y cultural- fue borrado con la promesa de que lo nuevo "dialogaría" con lo antiguo.
Pero el resultado no fue un diálogo: fue un monólogo de ladrillos. Y no cualquier ladrillo: ladrillo con ínfulas, con ego, con ambición de eternidad. Se nos dijo que era una obra sensible, contextual, respetuosa. Pero basta con pararse frente a esa mole para notar que su presencia no conversa: interrumpe. Aplasta. Se impone como quien cree que, por ser de autor, todo se le perdona.¿Parqueadero? Tal vez.
¿Zona degradada? Puede ser. Pero eso no justifica el gesto arquitectónico de borrar la memoria para imponer una postal. Lo que se debió hacer era claro: reconstruir, restaurar, rehabilitar con criterio histórico, como se ha hecho en ciudades que sí entienden que lo antiguo no estorba: cuenta, narra, sostiene. Aquí, en cambio, el "progreso" vino con retroexcavadora. La enfermedad no está solo en el edificio, sino en la actitud que representa.
Esa obsesión por "modernizar" a toda costa, aunque signifique matar lo antiguo. Esa fiebre por embellecer sin comprender, por construir sin conservar, por reemplazar la historia por una tienda de café con wifi. Bogotá no necesita más centros culturales, necesita más cultura del centro. Más memoria, más respeto por el tiempo y menos culto al ladrillo bonito. Porque una ciudad que se traga su historia para parecer moderna termina escupiéndola en ruinas.
Y eso, queridos bogotanos, no se arregla con un café bien servido ni con una selfie frente a una mole que lleva el nombre de Gabo. pero que él jamás habría aprobado. Tal vez lo que necesitábamos no era otro edificio de autor, sino una ciudad que se respete a sí misma. Tal vez no necesitamos un nuevo centro cultural, sino un plan serio de restauración como el que se hizo en Varsovia después de la guerra, donde no se dejó morir el pasado, sino que se reconstruyó ladrillo por ladrillo, con amor y con memoria.
¿Será que en Bogotá hace falta un bombardeo para que volvamos a valorar lo que teníamos?
Hay enfermedades silenciosas que afectan el alma de las ciudades. Algunas destruyen lentamente, con el paso de los años, otras llegan disfrazadas de progreso, cultura y prestigio. A La Candelaria le cayó una de estas últimas: la salmonitis, un virus arquitectónico disfrazado de "obra maestra" que, con toda la bendición del discurso oficial, arrasó con un pedazo del corazón colonial de Bogotá. Porque no, no estamos hablando de un proyecto cualquiera.
Estamos hablando de una mole de ladrillo, cemento y pretensiones, construida en pleno centro histórico, que llegó con aires de mesías cultural y terminó por imponer su ley de hierro -o de concreto, mejor dicho- sobre la memoria arquitectónica de la ciudad. Una construcción que, aunque lleva el nombre del Nobel Gabriel García Márquez, encarna todo lo contrario a lo que él defendía: la riqueza del detalle, la vida cotidiana, el espíritu popular, lo mágico de lo real y no lo institucionalmente decorativo.
El Centro Cultural Gabriel García Márquez es, en teoría, un espacio para la cultura. En la práctica, es un símbolo del despojo patrimonial disfrazado de posmodernidad. Sí, es cierto: parte del terreno era un parqueadero. Pero incluso los parqueaderos en La Candelaria tienen más historia que muchos de nuestros discursos oficiales. Y lo que había al lado -casas coloniales de valor histórico y cultural- fue borrado con la promesa de que lo nuevo "dialogaría" con lo antiguo.
Pero el resultado no fue un diálogo: fue un monólogo de ladrillos. Y no cualquier ladrillo: ladrillo con ínfulas, con ego, con ambición de eternidad. Se nos dijo que era una obra sensible, contextual, respetuosa. Pero basta con pararse frente a esa mole para notar que su presencia no conversa: interrumpe. Aplasta. Se impone como quien cree que, por ser de autor, todo se le perdona.¿Parqueadero? Tal vez.
¿Zona degradada? Puede ser. Pero eso no justifica el gesto arquitectónico de borrar la memoria para imponer una postal. Lo que se debió hacer era claro: reconstruir, restaurar, rehabilitar con criterio histórico, como se ha hecho en ciudades que sí entienden que lo antiguo no estorba: cuenta, narra, sostiene. Aquí, en cambio, el "progreso" vino con retroexcavadora. La enfermedad no está solo en el edificio, sino en la actitud que representa.
Esa obsesión por "modernizar" a toda costa, aunque signifique matar lo antiguo. Esa fiebre por embellecer sin comprender, por construir sin conservar, por reemplazar la historia por una tienda de café con wifi. Bogotá no necesita más centros culturales, necesita más cultura del centro. Más memoria, más respeto por el tiempo y menos culto al ladrillo bonito. Porque una ciudad que se traga su historia para parecer moderna termina escupiéndola en ruinas.
Y eso, queridos bogotanos, no se arregla con un café bien servido ni con una selfie frente a una mole que lleva el nombre de Gabo. pero que él jamás habría aprobado. Tal vez lo que necesitábamos no era otro edificio de autor, sino una ciudad que se respete a sí misma. Tal vez no necesitamos un nuevo centro cultural, sino un plan serio de restauración como el que se hizo en Varsovia después de la guerra, donde no se dejó morir el pasado, sino que se reconstruyó ladrillo por ladrillo, con amor y con memoria.
¿Será que en Bogotá hace falta un bombardeo para que volvamos a valorar lo que teníamos?