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  • FormatePub
  • ISBN8232026615
  • EAN9798232026615
  • Date de parution02/11/2025
  • Protection num.pas de protection
  • Infos supplémentairesepub
  • ÉditeurHamza elmir

Résumé

Dentro de la cárcel Modelo existe un país que nadie pidió, con fronteras de concreto, himno de puertas que chirrían y un ejército de custodios cansados. Los reclusos hablan un idioma con acento de barrotes, donde la corrupción y la burocracia visten uniforme gris. Esta república de techos con goteras funciona con leyes más efectivas que las del Congreso, no manda un presidente sino el pluma, no gobierna la justicia sino el rumor, y la Constitución se resume en tres artículos invisibles: no sapear, no robarle al que manda y no llorar más de lo necesario.
Ingresar a este país requiere atravesar una puerta tan angosta que parece diseñada para medir el tamaño de la conciencia. El trámite es rápido, una "jalada" en grupo con otros reclusos esposados, un registro interminable y la sensación inevitable de que el mundo se encoge entre paredes húmedas y miradas indiferentes, cada paso hacia adentro es una reducción simbólica del cuerpo, del nombre y de la libertad.
Una vez al interior, el preso deja de ser ciudadano y se convierte en habitante de la República Carcelaria, donde todo se negocia, desde el jabón hasta la dignidad, y la economía informal florece con más vitalidad que Wall Street. Cada pabellón es una embajada, cada celda un ministerio y cada recluso un diplomático de su propio infortunio, el poder se mide en cuchillos, el respeto en días de supervivencia y la economía en favores, los veteranos se autodenominan profetas y los más curtidos se vuelven leguleyos que aconsejan a otros, aunque no sepan resolver su propio caso.
La lucha diaria es por conseguir una plancha donde dormir, un turno en los lavaderos o una llamada para saludar a la pareja, no vaya a ser que consiga mozo o moza. La gastronomía nacional tiene su plato estrella, el wimpy, sopa salada con papas aguachentas que enseña el verdadero significado de la resignación, quienes reciben visita guardan comida como un tesoro y la recalientan en ladrillos improvisados con resistencias eléctricas compartidas.
Las ratas, dueñas legítimas del patio, patrullan las noches con la libertad que los hombres perdieron, y que se mide en descuentos, estudiar, barrer o hacer manillas con pepitas sirve para restar días a la condena. Cuando el encierro ya parece el único mundo posible, aparecen los visitantes, esos valientes que ingresan en busca de unas horas de tristeza compartida, deben despojarse del pudor, alquilar unas chanclas, recibir un sello en el brazo y dejarse revisar por manos impacientes y perros curiosos en busca de droga.
Es el precio simbólico para entrar al otro lado del espejo donde el pudor, al igual que la libertad, se entrega en la puerta. Los abogados "arreglistas" rondan como "chulos" del encierro durante los días de visita entre patios y pasillos en busca de clientela, prometen milagros judiciales y favores con jueces o fiscales como si tuvieran línea directa con la justicia divina, su discurso es el mejor anzuelo para atrapar a los "marranos", esos reclusos desesperados que aún creen que el dinero y la labia pueden abrir rejas más rápido que una llave, pero al final todo es mentira, toca pagar el canazo.
Esta república es un espejo concentrado de la sociedad, corrupción, desigualdad, astucia, fe y hambre se condensan en un microcosmos sin salida de emergencia, y cuando con suerte o con oraciones alguien cruza de nuevo la puerta hacia el mundo libre, comprende la ironía suprema, afuera las leyes son distintas, pero los barrotes invisibles siguen ahí, observando con sorna. En el libro se presenta una encuesta, una serie de tipologías y reflexiones finales.
Dentro de la cárcel Modelo existe un país que nadie pidió, con fronteras de concreto, himno de puertas que chirrían y un ejército de custodios cansados. Los reclusos hablan un idioma con acento de barrotes, donde la corrupción y la burocracia visten uniforme gris. Esta república de techos con goteras funciona con leyes más efectivas que las del Congreso, no manda un presidente sino el pluma, no gobierna la justicia sino el rumor, y la Constitución se resume en tres artículos invisibles: no sapear, no robarle al que manda y no llorar más de lo necesario.
Ingresar a este país requiere atravesar una puerta tan angosta que parece diseñada para medir el tamaño de la conciencia. El trámite es rápido, una "jalada" en grupo con otros reclusos esposados, un registro interminable y la sensación inevitable de que el mundo se encoge entre paredes húmedas y miradas indiferentes, cada paso hacia adentro es una reducción simbólica del cuerpo, del nombre y de la libertad.
Una vez al interior, el preso deja de ser ciudadano y se convierte en habitante de la República Carcelaria, donde todo se negocia, desde el jabón hasta la dignidad, y la economía informal florece con más vitalidad que Wall Street. Cada pabellón es una embajada, cada celda un ministerio y cada recluso un diplomático de su propio infortunio, el poder se mide en cuchillos, el respeto en días de supervivencia y la economía en favores, los veteranos se autodenominan profetas y los más curtidos se vuelven leguleyos que aconsejan a otros, aunque no sepan resolver su propio caso.
La lucha diaria es por conseguir una plancha donde dormir, un turno en los lavaderos o una llamada para saludar a la pareja, no vaya a ser que consiga mozo o moza. La gastronomía nacional tiene su plato estrella, el wimpy, sopa salada con papas aguachentas que enseña el verdadero significado de la resignación, quienes reciben visita guardan comida como un tesoro y la recalientan en ladrillos improvisados con resistencias eléctricas compartidas.
Las ratas, dueñas legítimas del patio, patrullan las noches con la libertad que los hombres perdieron, y que se mide en descuentos, estudiar, barrer o hacer manillas con pepitas sirve para restar días a la condena. Cuando el encierro ya parece el único mundo posible, aparecen los visitantes, esos valientes que ingresan en busca de unas horas de tristeza compartida, deben despojarse del pudor, alquilar unas chanclas, recibir un sello en el brazo y dejarse revisar por manos impacientes y perros curiosos en busca de droga.
Es el precio simbólico para entrar al otro lado del espejo donde el pudor, al igual que la libertad, se entrega en la puerta. Los abogados "arreglistas" rondan como "chulos" del encierro durante los días de visita entre patios y pasillos en busca de clientela, prometen milagros judiciales y favores con jueces o fiscales como si tuvieran línea directa con la justicia divina, su discurso es el mejor anzuelo para atrapar a los "marranos", esos reclusos desesperados que aún creen que el dinero y la labia pueden abrir rejas más rápido que una llave, pero al final todo es mentira, toca pagar el canazo.
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