Como especialista en desarrollo urbano, regional y municipal, he invertido buena parte de mi vida a pensar, proteger y proyectar las ciudades con visión de futuro, pero también con memoria. Por eso, resulta profundamente doloroso ver cómo el centro histórico de Bogotá y en especial el barrio La Candelaria está siendo víctima de un proceso silencioso pero devastador: la sustitución de la historia por el espectáculo, del patrimonio por el ladrillo pretencioso, y de la vida barrial por la postal turística sin alma.
Lo que se vive hoy en La Candelaria no es renovación urbana: es barbarismo arquitectónico institucionalizado, disfrazado de progreso y legitimado con sellos culturales. El daño no está solo en los edificios que rompen con la escala y la coherencia del lugar, sino en la actitud que los promueve: una visión de ciudad que desprecia lo antiguo, impone lo rentable y disfraza la exclusión con discursos de "reactivación cultural".
Mientras otras ciudades del mundo reconstruyen su historia con respeto como Varsovia tras la guerra, en Bogotá borramos voluntariamente lo que aún nos queda. Y lo reemplazamos con monumentos al ego arquitectónico: edificios de autor que funcionan más como símbolos de poder que como espacios culturales vivos. Ejemplos como el Centro Cultural Gabriel García Márquez, o el aún más invasivo Centro Nacional de las Artes Delia Zapata Olivella entre otros, que muestran cómo el desarrollo mal entendido no corrige nada: empeora todo.
No solo por su impacto visual, sino porque consolidan un modelo de gentrificación que expulsa a los habitantes tradicionales, encarece el suelo, trivializa la cultura local y convierte el barrio en un escenario de consumo simulado. Desde las alturas, el daño es evidente. Desde la disciplina urbanística, es inaceptable. Porque una ciudad que destruye su memoria arquitectónica para parecer moderna no está evolucionando: está cometiendo suicidio cultural en cámara lenta.
Esta es una alerta. Un S. O. S. lanzado desde el corazón de una ciudad que se dice capital, pero que ha olvidado que ser metrópoli no es levantar más concreto, sino cuidar lo que la hizo única. La Candelaria no necesita más centros culturales institucionales: necesita cultura del cuidado, del respeto y de la coherencia histórica. Y sí, aunque hoy planificar parezca un oficio de otra época, como si pensar la ciudad con visión y sensibilidad fuera un estorbo en medio de la feria de los especuladores inmobiliarios, no puedo quedarme callado frente al estado de emergencia que vive La Candelaria.
Ese corazón colonial de Bogotá que nos venden como postal, pero que, visto desde un dron, ese ojo implacable de la verdad urbana, revela un mapa de heridas abiertas: techos reemplazados por terrazas chill-out, muros centenarios rotulados con nombres de hostales de estética escandinava, y patios que ayer eran solares y hoy son cafés de especialidad donde una oblea cuesta doce mil pesos. con topping de gentrificación. ¿Aspirar a ser Patrimonio de la Humanidad? Difícil.
Muy difícil, cuando el alma del barrio se vende al mejor postor, y la memoria se arrincona para dejar espacio a otro Airbnb con decoración industrial. Bienvenidos al circo del "rescate patrimonial", donde el patrimonio no se rescata: se empaca, se encarece. y se desaloja. Este texto sirve de introducción al libro, en el que se presentan una encuesta especializada, una tipología de impactos arquitectónicos en La Candelaria y una serie de reflexiones finales orientadas a proponer alternativas reales frente al deterioro patrimonial y la gentrificación encubierta.
Como especialista en desarrollo urbano, regional y municipal, he invertido buena parte de mi vida a pensar, proteger y proyectar las ciudades con visión de futuro, pero también con memoria. Por eso, resulta profundamente doloroso ver cómo el centro histórico de Bogotá y en especial el barrio La Candelaria está siendo víctima de un proceso silencioso pero devastador: la sustitución de la historia por el espectáculo, del patrimonio por el ladrillo pretencioso, y de la vida barrial por la postal turística sin alma.
Lo que se vive hoy en La Candelaria no es renovación urbana: es barbarismo arquitectónico institucionalizado, disfrazado de progreso y legitimado con sellos culturales. El daño no está solo en los edificios que rompen con la escala y la coherencia del lugar, sino en la actitud que los promueve: una visión de ciudad que desprecia lo antiguo, impone lo rentable y disfraza la exclusión con discursos de "reactivación cultural".
Mientras otras ciudades del mundo reconstruyen su historia con respeto como Varsovia tras la guerra, en Bogotá borramos voluntariamente lo que aún nos queda. Y lo reemplazamos con monumentos al ego arquitectónico: edificios de autor que funcionan más como símbolos de poder que como espacios culturales vivos. Ejemplos como el Centro Cultural Gabriel García Márquez, o el aún más invasivo Centro Nacional de las Artes Delia Zapata Olivella entre otros, que muestran cómo el desarrollo mal entendido no corrige nada: empeora todo.
No solo por su impacto visual, sino porque consolidan un modelo de gentrificación que expulsa a los habitantes tradicionales, encarece el suelo, trivializa la cultura local y convierte el barrio en un escenario de consumo simulado. Desde las alturas, el daño es evidente. Desde la disciplina urbanística, es inaceptable. Porque una ciudad que destruye su memoria arquitectónica para parecer moderna no está evolucionando: está cometiendo suicidio cultural en cámara lenta.
Esta es una alerta. Un S. O. S. lanzado desde el corazón de una ciudad que se dice capital, pero que ha olvidado que ser metrópoli no es levantar más concreto, sino cuidar lo que la hizo única. La Candelaria no necesita más centros culturales institucionales: necesita cultura del cuidado, del respeto y de la coherencia histórica. Y sí, aunque hoy planificar parezca un oficio de otra época, como si pensar la ciudad con visión y sensibilidad fuera un estorbo en medio de la feria de los especuladores inmobiliarios, no puedo quedarme callado frente al estado de emergencia que vive La Candelaria.
Ese corazón colonial de Bogotá que nos venden como postal, pero que, visto desde un dron, ese ojo implacable de la verdad urbana, revela un mapa de heridas abiertas: techos reemplazados por terrazas chill-out, muros centenarios rotulados con nombres de hostales de estética escandinava, y patios que ayer eran solares y hoy son cafés de especialidad donde una oblea cuesta doce mil pesos. con topping de gentrificación. ¿Aspirar a ser Patrimonio de la Humanidad? Difícil.
Muy difícil, cuando el alma del barrio se vende al mejor postor, y la memoria se arrincona para dejar espacio a otro Airbnb con decoración industrial. Bienvenidos al circo del "rescate patrimonial", donde el patrimonio no se rescata: se empaca, se encarece. y se desaloja. Este texto sirve de introducción al libro, en el que se presentan una encuesta especializada, una tipología de impactos arquitectónicos en La Candelaria y una serie de reflexiones finales orientadas a proponer alternativas reales frente al deterioro patrimonial y la gentrificación encubierta.