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Es conocido, y no por ello deja de ser curioso, que Edgar Allan Poe tenía temor a la oscuridad, y que este miedo le impedía dormir por las noches y que su companera debía quedarse durante horas a su lado agarrándole la mano, hasta que por fin lograba conciliar el sueno. Sus fantasmas le hicieron caer una y otra vez a lo largo de toda su corta vida -apenas cuarenta anos- en el abuso del opio y el alcohol, lo que para unos biógrafos suponía una forma de aliviar su angustia vital e irse destruyendo en vida poco a poco, y para otros solo una forma de poder llegar hasta los últimos límites del misterio y la imaginación, hasta el borde del tenebroso abismo para seleccionar allí las escalofriantes escenas y los tortuosos personajes que iluminarían su magistral obra.
Nadie ha sido capaz de hacer esto como Poe ; el nivel literario que logró alcanzar en su campo no ha podido ser igualado. Su legado es inmensamente rico, lleno de matices, y una buena muestra del mismo se ha seleccionado, con carino y devoción, en este libro.