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En la antigua ciudad de Londres, un cierto día de otono del segundo cuarto del siglo XVI, le nació un nino a una familia pobre, de apellido Canty, que no lo deseaba. El mismo día otro nino inglés le nació a una familia rica, de apellido Tudor, que sí lo deseaba. Toda Inglaterra también lo deseaba. Inglaterra lo había deseado tanto tiempo, y lo había esperado, y había rogado tanto a Dios para que lo enviara, que, ahora que había llegado, el pueblo se volvió casi loco de alegría.
Meros conocidos se abrazaban y besaban y lloraban. Todo el mundo se tomó un día de fiesta ; encumbrados y humildes, ricos y pobres, festejaron, bailaron, cantaron y se hicieron más cordiales durante días y noches. De día Londres era un espectáculo digno de verse, con sus alegres banderas ondeando en cada balcón y en cada tejado y con vistosos desfiles por las calles. De noche era de nuevo otro espectáculo, con sus grandes fogatas en todas las esquinas y sus grupos de parrandistas alegres alborotando entorno de ellas.
En toda Inglaterra no se hablaba sino del nuevo nino, Eduardo Tudor, Príncipe de Gales, que dormía arropado en sedas y rasos, ignorante, de todo este bullicio, sin saber que lo servían y lo cuidaban grandes lores y excelsas damas, y, sin importarle, además. Pera no se hablaba del otro nino, Tom Canty, envuelto en andrajos, excepto entre la familia de mendigos a quienes justo había venido a importunar con su presencia.